viernes, 15 de marzo de 2013

Una historia con un sueño feliz

Hoy publico la traducción de un poema-cuento, que no es más que una historia con un sueño feliz.
¡Cuántas veces nos hemos entregado al sueño, por querer saber menos de la vida! Si la vida es a veces dura, las apariciones se tornan dulces en ocasiones. Y si, como dijo Aristóteles, la esperanza es el sueño del hombre despierto, ese hombre que duerme también espera algo más en su sueño. Este poema de Ursula Krechel, escrito en los años setenta, es una invitación a esperar con alegría.



Mi madre

Cuando mi madre llevaba un cuarto de siglo
siendo madre y mujer, aunque eso lo pudo olvidar
con el paso del tiempo, cuando se volvió como deben ser
las mujeres decentes, más lista que la abuela, más sumisa que las tías,
más ahorradora en la cocina y en el amor como alguien
a quien la suerte le hubiera caído del cielo,
cuando hubo lanzado con los dedos suficientes migas del mantel,
cuando enterró la esperanza de llegar a ser una señora con pieles
como las de las revistas de moda de antes de la guerra
que aún seguía guardando al fondo de la alacena,
cuando comenzó a hablar a la cara a las hijas
buscando indicios que no encontraba en su propia cara,
cuando dejó de despertarse por el miedo
porque había soñado con la plancha que no había desenchufado,
cuando a veces se aventuraba a entrecruzar las piernas
muy temprano en la mañana, 
el cáncer le devoró el útero, creció y se extendió 
y apremió a la vida de mi madre para que se extinguiera.


Diez días después de su muerte, se apareció de repente en mis sueños.
Como si alguien hubiera gritado, me arrastró hasta la ventana 
de la antigua vivienda. En la calle cuatro tipos hacían señas 
desde un Volkswagen abollado,
uno apretaba a la vez el claxon. Más o menos así 
eran los amigos berlineses hace cinco años. Desde allí también hace 
señas una mujer: mi madre. Primero la veo medio escondida detrás
de sus nuevos conocidos. Después solo la veo a ella,
muy grande, como en el cine, después su brazo flaco y blanco,
sobre el que, tampoco en primer plano,  se ve ni un pelo.
Las llamas le solían chamuscar los pelillos
cuando trabajaba apresurada en la cocina de gas.
En la muñeca llevaba el brazalete de plata 
que mi padre le regaló antes de su compromiso. 
Mi madre me lo ha dejado en herencia.
Yo bajo las escaleras enceradas. En la puerta de casa 
escucho ya una risita: ¡Mamá!
grito, la frase siguiente no quiere salir de mis labios.
Mi madre está sentada apretada entre dos
jóvenes risueños. Hacía mucho tiempo 
que no se la veía tan alegre. ¿No quieres venirte? pregunta. 
Pero si en el coche no hay espacio,
digo yo, mirando desconcertada su blusa de seda,
nunca se puso una así sobre su joven 
y aún puntiagudo pecho de niña mientras vivió, 
y yo pienso, tengo que llamar a papá. Entonces comienza a rugir
el motor, alguien cierra la puerta destartalada desde dentro. 
Me hubiera podido haber abofeteado en la puerta de casa.
Ni siquiera apunté el número de la matrícula.



(Traducción de María González de León)


Suponemos que estos no eran los tipos que acompañaban a la madre en el Volkswagen (¿Beatle?)



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